Extintores caducados y administración ciega: el incendio que se cocina lento en Barcelona

Extintores caducados y administración ciega: el incendio que se cocina lento en Barcelona.

Cuando los ayuntamientos juegan con fuego, pero sin extintores

En esta España nuestra, donde los informes se redactan más rápido que se aplican, y donde a veces el papel pesa más que el sentido común, no deja de sorprender la facilidad con la que lo obvio se convierte en negligencia. Porque no hablamos de conceptos complejos, ni de decisiones macroeconómicas, ni de tratados internacionales. Hablamos de extintores. Esos cilindros rojos que cuelgan en pasillos, oficinas, aulas o centros cívicos, y que más de uno cree que están ahí porque lo exige el feng shui, no la normativa de seguridad.

Barcelona, ciudad de vanguardias y discursos morales de altos vuelos, no escapa a la mala costumbre de mirar hacia otro lado cuando se trata de proteger lo más básico: la seguridad de quienes habitan sus espacios públicos. Hay edificios municipales que, a día de hoy, no tienen los extintores al día, ni revisados, ni siquiera localizados en algunos casos. Y no, no es un descuido: es una omisión deliberada que se tapa con silencios institucionales y eufemismos administrativos.

Extintores vencidos, instalaciones públicas sin control y nadie asume el riesgo

En medio de toda esa maquinaria burocrática donde los contratos se licitan, se adjudican mal o se caen sin explicación, hay una realidad que se oculta entre archivadores y pasillos de moqueta barata: los dispositivos contra incendios están siendo ignorados de manera sistemática.

No se trata de alarmismo. Se trata de protocolos que no existen, de inspecciones que no se realizan, de empleados que trabajan en centros donde no sabrían cómo actuar si salta una chispa. Y luego nos preguntamos por qué ciertos episodios se convierten en tragedias anunciadas.

En este contexto desolador, no cuesta entender por qué cada vez más empresas especializadas en extintores barcelona reciben llamadas no de particulares, sino de funcionarios hartos de esperar a que alguien con corbata firme lo que ya debería estar hecho hace años.

Comprar un extintor no es un trámite decorativo

Hay quien piensa que comprar un extintor es como adquirir un bolígrafo institucional: se hace, se guarda y se olvida. Pero no. Adquirir uno implica saber qué tipo se necesita, dónde colocarlo, cuándo revisarlo y quién debe utilizarlo en caso de emergencia.

En la administración, sin embargo, la cosa se complica. Si se detecta que el equipo está vencido o deteriorado, se abre un expediente. Se emite un informe técnico. Se redacta un pliego. Se lanza un concurso. Y al final, el extintor sigue sin aparecer mientras el protocolo navega por los mares del papeleo infinito.

Y mientras tanto, el personal trabaja, el público entra, los niños corren por los pasillos de un centro cultural sin saber que, si algo se prende, nadie sabrá con certeza dónde encontrar un equipo operativo.

Cuántos extintores debe haber por metro cuadrado: una pregunta con trampa

Porque aquí llegamos a una cuestión que debería estar grabada en piedra en todas las paredes de los edificios públicos: cuántos extintores debe haber por metro cuadrado. La normativa es clara. Pero el problema no es la norma: es que no se cumple. Hay centros que deberían tener cinco dispositivos por planta y apenas tienen uno… y caducado. O mal colocado. O inservible. O todo junto.

Y nadie parece dispuesto a pedir explicaciones. Porque pedirlas implica asumir que se ha estado mirando hacia otro lado durante años. Implica reconocer que la seguridad de los trabajadores y usuarios se ha dejado al azar o, peor aún, al capricho de los presupuestos.

Aquí no hablamos de una inversión millonaria. Hablamos de equipos cuya instalación y mantenimiento es ridículamente asequible comparado con los contratos de consultoría o con la propaganda institucional que nos vende ciudades sostenibles y resilientes… sin tener ni un solo extintor en condiciones.

La contradicción como norma: discursos progresistas y prácticas del siglo XIX

No deja de ser irónico que una ciudad que presume de innovación, de compromiso climático, de liderazgo político y social, sea incapaz de mantener sus instalaciones en regla. Y no hablamos solo de los extintores. Hablamos de detectores de humo, de planes de evacuación, de simulacros que no se hacen, de una cultura preventiva que brilla por su ausencia.

La pregunta es sencilla: ¿cómo puede la ciudadanía confiar en quienes no garantizan ni lo más elemental dentro de sus propios edificios? ¿Cómo puede exigirse civismo, corresponsabilidad, sostenibilidad… cuando no se es capaz de evitar que un incendio menor se convierta en tragedia por falta de previsión?

El silencio como estrategia institucional

Lo más preocupante no es la negligencia. Es el silencio. La falta absoluta de respuesta pública ante los fallos detectados. Porque sí, se han señalado los errores. Se han emitido alertas. Se han redactado informes. Pero la administración responde con evasivas o con mutismo.

Aquí no hay asunción de responsabilidades, ni ruedas de prensa, ni compromisos firmes. Hay una política de dejar pasar. De esperar a que el tiempo lo tape todo. A que el ciudadano olvide. A que los medios dejen de insistir. Pero no. Este tipo de desidia no se puede dejar pasar. Porque tarde o temprano, el fuego no avisa y no perdona.

Seguridad contra incendios: la gran asignatura pendiente

Urge que los responsables públicos entiendan que esto no es un asunto menor, ni secundario, ni técnico. Es una obligación moral y legal. Se necesita una auditoría completa de todos los centros municipales, un plan de acción inmediato y una campaña de transparencia que permita a la ciudadanía saber si su centro cultural, su polideportivo o su oficina de atención está en condiciones seguras.

Es momento de dejarse de retóricas y ponerse manos a la obra. De establecer responsabilidades. De sancionar a quien no cumple. De proteger a quienes, sin tener culpa de nada, corren el riesgo de sufrir las consecuencias de una negligencia evitable.