Can Rova: cuando la justicia deja de ser paisaje

Can Rova: cuando la justicia deja de ser paisaje

Se acabó la barra libre de ilegalidad en Ibiza

Mire usted, hay veces en que la paciencia no es virtud sino cómplice. Can Rova, ese asentamiento levantado a espaldas de la ley y a la sombra de la desidia institucional, ha sido durante años un agujero negro en el mapa de Ibiza. Una especie de mancha que nadie quería mirar de frente, no fuera que el reflejo fuera demasiado incómodo.

Y ya era hora. La justicia, esa señora que camina lento pero cuando pisa, pisa firme, ha hablado: el poblado es ilegal, debe ser desmantelado y se acabaron los paños calientes.

Porque la isla no puede seguir fingiendo que esto no le salpica, como si la mugre en un rincón no acabara oliendo en todo el salón.

El urbanismo del silencio

El poblado de Can Rova no brotó de la tierra como los almendros en febrero. Se fue construyendo ladrillo a ladrillo, con maderas recicladas, placas metálicas y permisos inexistentes. Una trampa mortal urbanística consentida por quienes debieron frenarla desde el primer día.

Mientras los expedientes se empolvaban en algún cajón del ayuntamiento, el asentamiento crecía. Cables pelados, bombonas de gas, techos de uralita. Todo al margen de normativas, inspecciones y lógica.

Y claro, en ese lodazal normativo, hablar de extintores ABC era poco menos que ciencia ficción. Allí no se pensaba en prevención, sino en subsistencia. Pero una cosa no quita la otra. Cuando se juega con fuego —y aquí, literalmente— más vale estar preparado. Porque el fuego, señores, no pregunta si uno es vulnerable o está en riesgo de exclusión social. El fuego arrasa.

Complicidades por omisión

Lo de Can Rova fue una cadena de cobardías políticas. Que si no es el momento, que si hay que estudiar el caso, que si los derechos humanos. Todo para no actuar. Todo para evitar una foto incómoda. Pero mientras tanto, los vecinos del entorno tragaban polvo, miedo y hartazgo.

Y claro, cuando los cables chispeaban y los fogones improvisados ardían bajo tejados de plástico, alguien pensaba que comprar extintores ABC podía ser buena idea, pero era tarde. Muy tarde. Porque la seguridad no se improvisa, se planifica. Y aquí no se planificó nada.

Aquí se permitió que lo ilegal se convirtiera en cotidiano. Que la excepción fuese la norma. Y que un puñado de chabolas acabara siendo un poblado con vida propia, pero sin ley.

Un incendio que nunca ocurrió, pero que todos temían

Todos sabían que el peligro era real. Los informes técnicos alertaban. Las asociaciones vecinales advertían. Los bomberos cruzaban los dedos. Porque no hablamos de una amenaza hipotética, sino de un incendio que parecía inminente. Un mal movimiento, una chispa mal apagada, y la tragedia estaba servida.

Pero el miedo, por sí solo, no apaga fuegos. Ni resuelve conflictos. Solo los acumula. Y Can Rova se convirtió en eso: en un cúmulo de problemas que crecían mientras las soluciones se aplazaba.Hasta ahora.

La decisión que nadie se atrevía a tomar

La sentencia que obliga al desalojo y demolición de Can Rova es clara. Y valiente. Porque va en contra de ese buenismo estéril que confunde comprensión con impunidad. No se puede permitir que, por evitar un titular incómodo, se tolere una situación que roza lo criminal.

Porque no es solo una cuestión de legalidad urbanística. Es una cuestión de dignidad cívica. De recordar que la ley es para todos. Que no se puede castigar al ciudadano que hace una obra sin licencia y mirar a otro lado cuando se levanta un barrio entero en suelo rústico protegido.

El deber del Estado: firmeza y humanidad

Ahora viene lo difícil. El cómo. Desmantelar Can Rova no puede hacerse a golpe de excavadora sin más. Hay que dar alternativas, hay que tender la mano. Pero esa ayuda tiene que ir de la mano de la firmeza. Porque si no, estaremos sembrando el próximo Can Rova a la vuelta de la esquina.

Ibiza no puede seguir tragando con este tipo de anomalías. Hay que recuperar el terreno, restaurar el orden, y sobre todo, aprender la lección: la inacción institucional tiene consecuencias.

Porque cuando no se actúa, otros ocupan el vacío. Y lo llenan con precariedad, inseguridad y abandono. Y eso, al final, lo paga toda la sociedad.

Una isla que no puede permitirse más zonas grises

Este fallo judicial es, sobre todo, una oportunidad. Para poner orden, sí. Pero también para revisar los mecanismos que han permitido que esto ocurra. Para reforzar los controles, acelerar los procedimientos y garantizar que las normativas no sean papel mojado.

Y para que nunca más se mire hacia otro lado cuando el primer tablón se clave en suelo protegido. Porque ese primer gesto es el principio del desastre.

Extintores ABC en cada hogar, normativas claras, vigilancia activa y, por supuesto, responsabilidad política. Solo así se evita que el incendio que todos temían, y que por suerte no llegó, se repita en otro lugar, con otras caras y otras excusas.